Hubo una época en la cual se creyó que la opinión pública consolidada era indispensable para contar con una verdadera democracia, debido a que la opinión pública cumplía funciones insustituibles de control del gobierno, incluso del democrático. Semejante posición no solamente fue defendida por el liberalismo y el republicanismo durante el siglo XIX sino sobre todo por los propios jacobinos durante la revolución.
Por ejemplo, según El
Tribuno del Pueblo del 1ro. de enero de 1790, “La opinión pública es la
clase de ley por la que todo individuo puede ser el ministro” (citado en Pierre
Rosanvallon, La contrademocracia, p.
53). Asimismo, el Club des cordeliers
anunciaba que uno de sus principales objetivos era el de “denunciar al tribunal
de la opinión pública los abusos de los distintos poderes y todo tipo de ataque
contra los derechos del hombre” (op. cit., p. 56). Es más, Marat, como periodista, llega a decirles a
los representantes de la Comuna de París: “Soy el ojo del pueblo, ustedes en el
mejor de los casos son el dedo meñique”, como si un periodista pudiera ejercer
un poder de control de tipo democrático.
Sin embargo, uno de los tantos logros del discurso
kirchnerista ha sido el de poner sobre el tapete la noción misma de opinión
pública y su función de control sobre la democracia. Ciertamente, el
kirchnerismo no ha sido completamente original al respecto, sino que ha tomado prestada una hoja del libro cesarista-bonapartista. En efecto, para el cesarismo el pueblo no necesita de
garantías contra el poder dado que el cesarismo emana del pueblo mismo. ¿Para
qué controlar cuando no hay nada que controlar? Tal como lo ha constatado recientemente
Hernán Brienza (citando de hecho la obra de Rosanvallon), el pueblo argentino
no desconfía de su gobierno (click). Solamente a un jacobino se le pudo haber ocurrido
que el pueblo tiene que controlar al gobierno.
En defensa del jacobinismo y su infundada insistencia en la necesidad del control, como si la corrupción fuera una enfermedad letal para la democracia, habría que
decir que el jacobinismo no pudo haber anticipado la emergencia del kirchnerismo, es decir, un
discurso capaz de dar lugar a un gobierno que no necesita control ya que es
incapaz de apartarse de la ruta democrática (¿no ha ganado hasta ahora todas
las elecciones presidenciales?) y, sobre todo, un gobierno que es incapaz de cometer acto alguno
de corrupción (a menos que creyéramos en las patrañas del periodismo golpista).
Finalmente, y por si hiciera falta, quienes todavía cantan
las loas de la opinión pública no deberían olvidar por qué ha triunfado la
resistencia soberana contra la extorsión de los buitres.
En efecto, el
Presidente del Congo, Denis Sassou-Nguesso, quien fuera acusado de dictador, xenófobo y asesino, dio el brazo a torcer frente a los buitres apenas éstos denunciaron,
por ejemplo, los gastos de su familia y de las comitivas presidenciales en el
exterior (vae victis!). Los buitres, a su vez, enceguecidos por su éxito extorsivo, creyeron que la
Argentina es como el Congo, como si nuestra opinión pública estuviera tan preocupada por la corrupción como lo está la opinión pública del Congo. Craso error. Nuestro gobierno
no se deja influir por la opinión pública y/o a nuestra opinión pública
mayormente no le interesa la corrupción. Por suerte para nuestra soberanía, la Argentina no es el Congo.
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