Muchas veces el Gobierno ha sido acusado de hipocresía, desde su uso idiosincrático de los derechos humanos hasta su muy declamada abjuración de toda devaluación y/o ajuste económico, pasando por su preocupación por un poder judicial democrático. Sin embargo, en el caso del pabellón argentino en el Salón de Libro de París, el Gobierno se ha mostrado tal cual es, en toda su transparencia.
En efecto, en lugar de haber intentado cumplir con las formas de la corrección política de tal forma que los escritores invitados reflejaran el amplio espectro de discusión que muestra la realidad política hace años (gracias al kirchnerismo ciertamente), el Gobierno ha decidido que la lista de escritores incluya sólo a funcionarios, obsecuentes, y escritores reconocidos que no están a favor del Gobierno pero que no nos lo hacen saber a voz en cuello. Un requisito necesario entonces para ser parte de esta delegación era no haber hecho públicas las críticas contra el Gobierno.
Ahora bien, dada la repercusión que ha tenido precisamente la delegación, llama la atención que el Gobierno haya decidido seguir fielmente a sus principios sectarios. En efecto, el problema en el fondo no es sólo normativo, una cuestión acerca de lo que correspondía hacer, sino de conveniencia. Habría sido mucho más racional disponer la mesas sobre cultura y política de tal forma que estuvieran representadas por escritores opositores.
Horacio González, el Director de la Biblioteca Nacional, muy recientemente ha tratado de explicar, v.g., la ausencia de Martín Caparrós. En efecto, en declaraciones a Radio Francia Internacional, González lamentó la ausencia de Caparrós, con lo cual sugirió que Caparrós debería haber sido invitado y de hecho quisieron invitarlo. Pero según González "La forma en que él [Caparrós] desarrolla sus opiniones políticas es muy áspera”. Por supuesto, dice González, “Eso no quiere decir que por eso una persona no deba venir acá, pero esa aspereza termina interviniendo en decisiones a las que vos les adjudicás un carácter político que quizá se refieran a ciertos estilos regidos por una aspereza evidente, que en el momento de hacer las invitaciones tiene cierto peso por parte de la persona que hizo las invitaciones” [aunque las declaraciones de González terminaran siendo inventadas por el periodista que escribió la nota, nadie en su sano juicio podría negar el talento de este periodista para la falsificación, ya que se trata de declaraciones que sólo González podría hacer y que sólo un perito de Sotheby's podría identificar] (click).
Suponiendo que González haya dicho esto en serio y no de modo pythonesco, no debemos sucumbir a la tentación de creer que González se contradice, como si estuviera diciendo (tal como parece ser el caso) algo así como: debimos haberlo invitado a Caparrós y no lo hicimos (y está bien que no lo hayamos hecho), o debimos haberlo invitado y no debimos haberlo invitado. En realidad, González no se contradice ya que su opinión es que la culpa la tiene Caparrós: debieron haberlo invitado, pero su estilo áspero intervino en la decisión de quienes hacían las invitaciones. Fue el estilo el sujeto de la acción, a la sazón, una intervención en la decisión "de la persona que hizo las invitaciones".
Caparrós ya sabe entonces lo que tiene que hacer para que lo inviten: tiene que suavizar su estilo tan áspero, y su estilo podría de tal modo intervenir de modo diferente en la decisión de las personas que hacen las invitaciones. Dejamos a nuestros lectores las reflexiones acerca de la ironía, por así decir, de que González, alguien cuyo estilo merecería la pena de los infames traidores a la Patria o una Corte Marcial, critique el estilo de Caparrós.
Quienes creen que la discusión sobre el Salón del Libro es algo exagerada, tienen razón. El Gobierno ha hecho muchísimas cosas mucho peores. Quizás lo que parece ser entonces una cuestión de principios no sea sino una maniobra de distracción, que está saliendo bastante bien.
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