Los saqueos de la semana pasada han traído a la luz otra contradicción rousseauniana del kirchnerismo (en otras palabras, no es la primera vez que pasa: Rousseau y el kirchnerismo). En efecto, por un lado, sobre todo en sus comienzos, el discurso kirchnerista adoptó una posición progresista sobre el delito según la cual el delito es esencialmente provocado por condiciones socioeconómicas defectuosas o antes bien radicalmente injustas. No hay criminalidad en el fondo que resista una redistribución equitativa del ingreso. Al final del camino, lo que subyace a esta concepción progresista del delito es que el ser humano es naturalmente bueno y la sociedad es la que lo lleva a delinquir. El tinte rousseauniano de esta posición es incandescente, al menos en relación al Rousseau del Segundo Discurso tal como se suele designar en la jerga, o Discurso sobre el Origen y el Fundamento de la Desigualdad entre los Hombres.
Sin embargo, a medida que la criminalidad se mostró mucho más inelástica de lo que debería a la luz de la inusitada redistribución equitativa del ingreso de la que el kirchnerismo suele jactarse, el kirchnerismo no tuvo otra alternativa que mudar ideológicamente en lo que atañe a su discurso penal, a menos si es que deseaba continuar jactándose de su redistribución del ingreso. Desde la Presidencia de la República para abajo, se convirtió en un lugar común atribuirle el crecimiento de la criminalidad al pobre desempeño de los jueces penales en su función punitiva.
Es obvio que el desplazamiento del énfasis desde el eje redistributivo o socioeconómico y el papel del Gobierno hacia la actividad de los jueces penales supone adoptar una perspectiva antropológica pesimista, por no decir lisa y llanamente reaccionaria, tal como comentábamos hace muy poco (Contra Rousseau, entre De Maistre y Nietzsche). Esta posición reaccionaria tiene entre sus más ilustres defensores a Joseph De Maistre, aquel célebre monarquista católico (por lo demás enemigo declarado de la democracia precisamente debido a su desconfianza en la naturaleza humana), aunque en nuestro país el más conocido representante de esta teoría antropológica hoy en día tal vez sea Eduardo Feinmann, probablemente autor de la teoría del “uno menos”.
Como era de esperar, los últimos saqueos parecen darle la razón al Gobierno. Quienes cometieron los delitos en cuestión son seres irremediablemente caídos y por lo tanto los que murieron como consecuencia de dichos saqueos bien merecido lo tienen, a juzgar por la posición oficialista. Quizás hablar de merecimiento suene muy fuerte, y convenga decir que según el oficialismo, quienes cometieron los saqueos perdieron el derecho a la vida que de otro modo le corresponde a todo ser humano (lo cual explica las dudas de Estela de Carlotto acerca de quiénes murieron y por qué: eso está por verse).
Es más, no sólo se trató de seres malvados sin más sino de malvados con aspiraciones políticas, ya que el objetivo final de los saqueos fue el de desestabilizar al Gobierno, como no podría ser de otro modo. Así como quienes protestaban en las calles en contra del Gobierno no eran sino destituyentes, qué cabía esperar de quienes hoy lisa y llanamente salen a la calle a cometer delitos. Quienes protestan en contra de este Gobierno y quienes cometen delitos bajo este Gobierno son destituyentes.
Aquí es que aventuramos otro punto de encuentro entre el Gobierno y Rousseau, no menos contradictorio que el señalado más arriba. En efecto, por un lado Rousseau creía que el ser humano era naturalmente bueno, pero por el otro creía que quien cometía un delito, al menos en una república rousseauniana, no sólo era un delincuente sino además un enemigo que se alzaba contra el contrato social: “todo malhechor que al atacar el derecho social se convierte por sus fechorías en rebelde y traidor a la patria, cesa de ser miembro de ella al violar sus leyes, e incluso le hace la guerra” (Del Contrato Social, I.5). Ciertamente, si el régimen político no es sino la encarnación de la moralidad, todo aquel que viole la ley bajo dicho régimen no es meramente un delincuente sino un enemigo del orden político en su conjunto. Así como Rousseau creía que su república iba a encarnar a la moralidad, el discurso kirchnerista parece creer otro tanto, como suele pasar.
Sin embargo, las proyecciones políticas de actos inmorales pueden terminar siendo un arma de doble filo. En efecto, nos hemos enterado de que “la Justicia investigará si hubo ‘un atentado contra el orden institucional’” (Página 12 de ayer). Para el Gobierno, ésta es, tememos, una bendición mixta, como suelen decir en inglés. Si la Justicia confirma que hubo semejante atentado contra la democracia, habría que ver cómo explica el Gobierno el hecho de que prefirió deslindar toda responsabilidad sobre los saqueos al sostener que la seguridad pública es de competencia puramente provincial cuando en realidad el orden democrático federal en su conjunto aparentemente estuvo en peligro durante los saqueos, tal como lo podría dictaminar la Justicia y el Gobierno mismo declara hoy en día a voz en cuello. Dejemos entonces que la causa decante y que el tiempo dé su veredicto.
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